No es mundo para viejos, que lo sé yo

No es mundo para viejos, que lo sé yo

La adaptación al medio


El caso es que ayer fui a un supermercado. Bien, hasta aquí todo normal. Me puse a la cola para pagar y, distraída como estaba –enmimismada en mis mismidades, como tantas veces—, no me di cuenta de que la señora que me precedía en el pago hablaba con la cajera y tardaba más de la cuenta en abonar la ídem. Como mi lema es “no luchar contra lo inevitable” –¿para qué, si no lo voy a poder evitar?—, esperé pacientemente mi turno. Cuando fui a pagar, resulta que no tenía que entregarle el dinero a la cajera, ¡tenía que entregárselo a una máquina! Sí, señore-as, sí, a una máquina por cuya ranura derecha tenía que introducir los billetes y por cuya ranura izquierda tenía que hacer lo propio con las monedas. Después de expresar mi perplejidad –era la primera vez que me había topado con una de estas, hay que comprenderlo—, introduje lo que tenía que introducir por donde había que introducirlo. La maquinita me devolvió –fríamente, eso sí— cincuenta céntimos que, por cierto, se me cayeron al suelo. En ese momento entendí la tardanza de la señora. La maquinita de las narices estaba a una altura tirando a baja y el dispensador del cambio, más bajo todavía, con lo que los paganitos tenemos que agacharnos un poquillode más para apoquinar las moneditas –una por una— y los billetes –también uno por uno—. Puede parecer que no, pero esta maniobra tan aparentemente sencilla resulta ser bastante engorrosa para una persona mayor que no vea bien, que tenga las bisagras descuajaringadas o a la que le tiemble el pulso. Una dificultad más en su ya dificultosa vida independiente, vaya por dios.

 

 

La cada vez más larga expectativa de vida


¿Y para qué?, digo yo, ¿para hacer de nosotros un negocio rentable? –medicinas, cuidadores, residencias…—. Bueno, es un motivo… muy creíble. La pela es la pela. Vale, vale, no vamos a ser malpensados. Digamos que es por amor al prójimo. Amamos tanto a nuestros mayores que los estiramos hasta el infinito aunque ellos no quieran que los estiremos, peeeero… como ya no tienen derecho a decidir sobre sus vidas, decidimos los demás para ahorrarles el trabajo. Igualito, igualito que si fuesen tontos.


No, no, no, que lo del amor al prójimo no me lo acabo de creer del todo. Volvamos a ser malpensados y digamos que, de momento, a los miembros y miembras de la sociedad nos da cierta cosilla que nos acusen de homicidio por abandono de servicios mínimos, como darles de comer, darles la medicación o enchufarles a la máquina cuando se están ahogando. O peor aún, que no nos acusen de genocidio, mismamente, si el abandono de servicios mínimos es a gran escala, porque estoy segura de que alguno/a se desharía de sus mayores –y de los del prójimo— a la primera oportunidad que tuviese que no conllevase pena de cárcel, naturalmente, que si noooo…

 

 

Ya no podremos vivir solos


No nos lo van a permitir. Esta sociedad tan humanizada y tan moderna nos lo pondrá cada vez más difícil. Verbigracia, la abuela o abuelo, que aún se entretiene cosiendo sus cositas, no tiene una miserable mercería en la que comprar un hilo. O se va a un centro comercial de las afueras o lo compra en Amazon; resumiendo, que le tiene que pedir a alguien el favor. Resulta que para ir al banco cada vez tiene que ir más lejos porque, como ahora todo se hace on line, han dejado las sucursales reducidas a la décima parte de la mitad y la de su barrio hace mucho que ha cerrado. Además, tiene que ir acompañada;  ya no se entera de cómo funciona ese sistema moderno de horarios y citas. Antes iba y estaba Manolo para atenderla y darle dos minutos de conversación. Ahora tiene que actualizar la libreta y sacar dinero en el cajero automático. Si no sabe, ya habrá algún chorizo que la ayude con su dinero. Para pedir cita en en Ambulatorio, tiene que ir en persona. El teléfono no se lo coge ni su ángel custodio y la maravillosa aplicación informática está muy lejos de su entendimiento y de su alcance. ¿Y qué decir del transporte público? Tendrá que ser el taxi —si su pensión se lo permite— y gracias, porque, si es capaz de encaramarse a un autobús sin que los de atrás se impacienten por su lentitud, se descalabra a la primera curva o al primer frenazo; y tendrá suerte si hay algún alma caritativa que le ceda el asiento. Todas las gestiones que antes podía hacer telefónicamente con la compañía de la luz, el gas o mismamente, la parroquia, hablando con una persona paciente que atendía sus cuitas, ahora las hace con una maquinita que le dice eso de “Para averías, pulse 1. Para felicitarnos las Pascuas, pulse 2...”, con lo cual, se ponen nerviosos y se dan por vencidos.

 

 

Lo del pie izquierdo no es una leyenda urbana


En fin, que no nos quedará más remedio que irnos a vivir a una residencia; ya no sabremos vivir en esta jungla en la que hemos convertido nuestro entorno. Tendremos que levantarnos a la hora que nos manden, aguantar a compañeros y trabajadores que no nos gustan demasiado o tragar comidas que nunca se nos hubiese ocurrido catar. Pero bueno, por lo menos tenemos las necesidades básicas cubiertas. Mientras seamos medianamente autónomos y podamos subir y bajar cuando nos apetezca, todo va bien, peeeero... en cuanto perdamos la movilidad, seremos prisioneros en una jaula de oro. En estos casos, mejor haber perdido el sentidiño, porque al que tiene bien la cabeciña le resulta muy difícil aguantar que le mangoneen sin piedad. Si tienes hijos, familiares o amigos que te quieran de verdad, que vayan a visitarte para darte conversación y mimitos. El personal de las residencias, aunque voluntarioso, no tiene mucho tiempo para cosas que no sean estrictamente esenciales.


Desde aquí pido personal exclusivamente achuchador y besuqueador para las residencias de ancianos. No solo de pan vive la persona humana; el cariño es absolutamente indispensable para una vida feliz.


Sí, sí, supongo que ya se habrán dado cuenta de que hoy me he levantado con el pie izquierdo; un poco atravesada de más, vaya. Qué le quieren, una es así de rabuda. Y es que hay cosas que me indignan y que, cuanto más profundizo en ellas, ya no es que me indignen, es que me indignan y me cabrean. Un cóctel explosivo, se lo digo yo, que me conozco. ¿Será porque veo como se me acerca peligrosamente el momento de depender de los demás? Hm… No digo yo que no… Porque, la que suscribe, ayer mismo tenía veinte años y ahora se encuentra con que tiene veinte y algunos más y, claro, empieza a preocuparle el tema. En fin…

 

No es mundo para viejos, que lo sé yo

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