Natalia Lafourcade no necesita artificios. Le basta una guitarra, una silla y su voz. La suya es una de esas presencias que no requieren presentación ni escenografía: entra en silencio y en ese mismo silencio se impone, como si al otro lado del Atlántico alguien hubiese abierto una puerta y, de pronto, hubiese entrado en Santiago un susurro antiguo, una canción nueva y una emoción de siglos.
En el Palacio de Congresos de Santiago de Compostela, con el aforo completo y la expectación colmada, la cantautora mexicana ofreció este martes una de esas noches que se archivan en la memoria con el cuidado de una carta escrita a mano. El ciclo Maresía, que ya ha reunido a nombres como Iván Ferreiro o Ryan Adams, se engrandece ahora con una velada en la que lo sutil fue un acto de rebeldía sonora.
A guitarra y voz, sin más acompañamiento que el temblor de su pulso y la intensidad de cada verso, Natalia trajo a Compostela las canciones de Cancionera, su último trabajo discográfico, una obra que huele a tierra y a madera, a bolero y a ranchera, a viento del sur y a niebla de sierra. Entre tema y tema, habló pausado, como se habla cuando lo importante es lo que se canta, y fue construyendo un puente invisible entre su México natal y Santiago, la ciudad que la escuchaba en vilo.
El repertorio viajó por su presente más reciente, pero también recorrió con respeto y cariño su historia discográfica. El público aplaudió emocionado Hasta la raíz, coreó con ternura Tú sí sabes quererme, y se rindió definitivamente con Nunca es suficiente, esa canción que, interpretada en la desnudez del directo, sonó más frágil y más poderosa que nunca.
Lo de Lafourcade es un ejercicio constante de dignificación de la música tradicional latinoamericana. Su cancionero —que bebe del folclore, del jazz, del pop, del son jarocho y del bolero— es un espacio donde el pasado no se conserva: se reinterpreta, se honra y se canta. Y eso fue lo que hizo en Santiago: convertir el escenario en un altar laico donde la canción popular se celebró sin solemnidad, pero con todo el respeto.
Tras el último acorde, el público no se levantó de inmediato. Se hizo un pequeño silencio, como si nadie quisiese romper el hechizo. Y luego, los aplausos. Largos, sentidos, de pie. De esos que no piden un bis: piden volver al principio y revivirlo todo.
Natalia Lafourcade dejó Santiago más lleno de lo que lo encontró. No de ruido, sino de canción. Y esa es, quizá, la mayor forma de generosidad artística.